“Mi hijo tenía ocho años cuando preparábamos el viaje a su país natal, Etiopía. Para ello nos hacían falta unas cuantas dosis de vacunas. El centro de vacunación era un lugar frío, gris y desangelado. El médico que nos atendió nos hizo las preguntas de rigor casi sin mirarnos. Si no hubiera sido por la bata blanca, habría dicho que tenía ante mí una máquina expendedora de vacunas. Para nosotros aquel acto estaba lleno de emoción de todo lo que significaba un viaje tan especial. Para él éramos sólo dos brazos más que pasaban por su consulta.

—No ha sonreído ni por casualidad ¡Qué hombre tan seco! —exclamé al salir.

—No mamá, estaba muy triste —me corrigió mi hijo.

Un niño de profundos ojos me acababa de evidenciar que durante la visita yo me había convertido en una máquina expendedora de prejuicios.“

El neurocientífico Antonio Damaso fue de los primeros en prestar atención al lío interior que sentimos y agradezco que aclarara la diferencia entre emoción y sentimiento. La emoción es una reacción compleja del cerebro ante un estímulo externo o interno (pensamientos, recuerdos…) que nos produce toda una serie de reacciones psicofisiológicas. Es una energía espontánea, transitoria e intensa que nos mueve a actuar. La palabra emoción proviene de la palabra latina emotio que se deriva del verbo emovere, que significa “sacar de un lugar, mover”.

Un sentimiento en cambio es la suma de una emoción más un sentimiento. Según el biólogo y filósofo Huberto Maturana, la transformación de una al otro se produce cuando se toma conciencia. Es decir, cuando interpretamos la sensación, poniéndole una etiqueta y un juicio. Por eso un sentimiento es más perdurable en el tiempo (empatía, celos, esperanza…). No olvidemos que los sentimientos tienen su origen en los pensamientos, y éstos tienen consecuencias en todos los aspectos de nuestra vida. Somos lo que pensamos.

Todo el mundo tiene claro que una persona consciente de lo que siente, sabe comprenderlo y gestionarlo, asegurándose así el éxito personal. No me refiero a alguien que “controla” lo que siente, sino que es a la vez aprendiz y maestro de su propio comportamiento emocional. Como madres y padres, somos responsables de nuestra gestión emocional, puesto que ella dice más de nosotros que nuestras palabras. ¿La cuidamos suficiente para que crezca sana y salva? No sé tú, pero yo me he centrado tanto en la de mi hijo e hija, que he olvidado que la clave estaba en la mía. He gritado, he estallado, he llorado, he roto incluso un cajón de un golpe y he temblado de miedo por cosas que nunca han llegado a pasar. ¿Culpabilidad? Cero. Porque las cicatrices enseñan. El corazón recuerda el camino del dolor, y no quiere volver a pasar por él, porque estamos diseñados para la felicidad. Desde ese dolor podemos entender y acompañar mejor a nuestras criaturas cuando pasan por procesos similares. Por eso los errores propios son tan útiles a la hora de educar. Entrenan la empatía y nos ayudan a encontrar de nuevo el camino.

A veces me sorprende la simplicidad con la que hablamos de educación emocional, como si se tratara de cambiar unos calcetines de rayas por otros de elefantes rosas. La emocionalidad es un gran complejo de elementos interrelacionados, detrás de los cuales hay procesos conductuales, neurovegetativos y cognitivos, como explica la neuropsicóloga Carolina López De Luis. Lo que inicialmente empieza como miedo, puede acabar en ira o tristeza. Por eso la pregunta que les hacemos a menudo de «¿Cómo estás?», acostumbra a tener más de una respuesta. Les pedimos que hagan concreto algo abstracto. Nada más difícil. Por esta razón es más útil empezar con bajar la emoción al cuerpo y hacer que describan sus sensaciones. Ello les hará más tangible lo que están sintiendo: una garganta que duele porque no puede tragarse la rabia o un estómago que pierde el hambre por la mala digestión de palabras no dichas por vergüenza, por poner un ejemplo.

El psicólogo Leslie Greenberg clasificó las emociones, considerando la tristeza, el miedo, la alegría y el enojo como el alma matter. Él nunca habló de emociones “buenas o malas”, sino adaptativas y desadaptativas, puesto que todas tienen el mismo objetivo: la supervivencia. Si como adultos nos es difícil a veces explicar un sentimiento, ¿Cómo se lo podemos pedir a un niño o a un adolescente? Quizás más que ayudarlos a poner palabras, lo que nos piden es que los acompañemos y escuchamos en silencio. Cuando los inunda la alegría y ríen por cualquier cosa, todo el mundo comprende que puedan estar alegres porque sí, porque hay días que merecen ser celebrados. No les hacemos preguntas incómodas sobre el origen de tanta fiesta. ¡Pero pobres de ellos si tienen el día triste! Nos empecinamos en querer saber cuáles son las raíces de tanta tristeza. Confiemos más en las criaturas. Ellas saben cuando nos necesitan, y si les damos espacio, nos buscarán.

Cuando vemos los adolescentes tristes o ausentes, nos preocupamos, lógicamente. Pero perseguirlos por toda la casa preguntándoles “¿Qué te pasa? ¿Cómo te sientes? ¿Quieres que hablemos?”, sólo consigue que se planteen pedir una orden de alejamiento. Nos duele el corazón verlos así, es cierto, pero tienen derecho a estarlo. Y nosotros tenemos el deber de hacerles saber que estamos, no para darles nuestra opinión que no nos han pedido, sino para sentarnos a su lado. Acompañar una emoción no quiere decir intervenir en ella. Quiere decir activar la empatía, la compasión entendida como la comprensión del otro. Contra más los escuchemos, más sabremos de ellas y ellos y descubriremos cosas que nos sorprenderán. Reprimamos las ganas de preguntar —que es una necesidad nuestra— y cambiemos las preguntas por una sonrisa leve que diga sin palabras “te entiendo, estoy aquí”. Entonces las respuestas aparecerán.

He titulado este artículo “educar para emocionar” porque a lo largo de los años que he trabajado con criaturas, madres y padres, he constado que la emoción nos provoca cambios porque nos toca las costuras del alma. Hagamos la prueba. Contesta lo primero que te venga a la mente: Dos libros que te han impactado (tictac-tictac). Ahora dos películas (tictac-tictac). Un olor (tictac-tictac). Y ahora define de cada uno la emoción vinculada, que es la que te ha permitido que los preserves entre tus recuerdos. Hay de todo, ¿Verdad? Algunos apetece evocarlos, pero quizás otros todavía duelen. Pues esta es la razón por la que estoy tan interesada en educar para emocionar, para hacer vibrar los corazones ajenos, para hacerles descubrir su capacidad de maravillarse y detener el tiempo, aunque solo sea por unos segundos. No es únicamente fijarnos en lo que sienten, sino ser generadores de ese sentir.

Debemos dar a nuestras hijas e hijos experiencias que los ayuden a crear emociones adaptativas. Educar para crear recuerdos. Momentos de risas compartidas, de complicidades, de silencios llenos de palabras, de lágrimas enjugadas. Para que sean adultos felices, tienen primero que ensayar con una infancia de recortes de felicidad.

Foto gentileza de Phil Goodwin en Unsplash