“Un año vino a la ludoteca un niño de unos nueve años con diagnóstico de TDAH, por recomendación de su psicóloga. La tutora del niño nos advirtió que no duraría ni dos minutos haciendo la misma actividad y que si alguien lo contrariaba, las piezas saltarían por los aires.

Tras unas cuantas asistencias, tuvimos una reunión con la psicóloga y la tutora para hacer un seguimiento. Les expliqué lo siguiente:

—Casi toda la tarde está sentado, jugando a juegos de mesa. Tiene una gran capacidad en entender las dinámicas de juego sólo de una leída de las instrucciones. Y en lo que es aún mejor, es explicando a los demás cómo se juega de manera rápida y sencilla. ¡Incluso yo entiendo ahora algunos de los juegos! —dije riendo—. Le hemos dado el cargo de explicador de juegos para los más pequeños.

Se hizo un silencio incómodo. Al cabo de unos segundos dijo la tutora muy seria:

—Si no nos dices la verdad, no conseguiremos nada. Esto no funcionará.

Han pasado más de diez años y aún me llena de tristeza recordarlo.”

Sí, ha leído bien el título. Más a menudo de lo que imaginamos educamos a las criaturas para que se conviertan en fantasmas. Los fantasmas son seres que no vemos, a pesar de saber que están ahí. Se definen por su pasado, por la etiqueta que les pusieron y que llevan cosida a la sábana para toda la eternidad. Hay quienes luchan por hacerse visibles y liberarse de la condena. Hacen lo que sea para ganar visibilidad. Unos tiran objetos y emiten gemidos. Otros, a pesar de ser discretos, siempre hay algo fuera de lugar que les acaba delatando. O hay quienes hacen travesuras —sin ánimo de hacer daño— agotando la paciencia de quien las padecen. Y no olvidemos los que se han resignado a su condición fantasmagórica. Todos ellos arrastran dolores, conflictos no resueltos. No recuerdan quienes son, por eso intentan adaptarse al entorno en busca de su identidad.

La escuela ha sido una fábrica de fantasmas. Bien sea por el volumen de alumnado, por la propia estructura del sistema, por la distribución del espacio, por las creencias del profesorado o por un poco de todo, el caso es que nos ha llevado a un empobrecimiento del vínculo. Pero la escuela no es la única, la familia también fabrica fantasmas. El psicólogo Juan Quintana, en el libro «Diez claves para una pedagogía del Reconocimiento«, nos hace conscientes del hecho de llegar a saber quiénes somos a través de la relación con los demás, «yo puedo» ver el otro y, a partir de lo que he visto, le devuelvo una «imagen de sí mismo». Gran responsabilidad para las personas que educamos. Os recomiendo su lectura porque cuando la acabas, sientes que un engranaje interior ha comenzado a girar y ya no hay vuelta atrás.

Convertimos las criaturas en fantasmas cuando nos creemos el personaje y dejamos de ver la persona. Dicho así puede sonar confuso, pero pondré un ejemplo: ¿habéis dejado alguna vez a vuestro hijo en casa de un amigo y al irlo a buscar han dicho maravillas de él? ¿Os han descrito un comportamiento que para nada se parece al que tiene en casa? ¿O quizás en en una reunión con el profesorado no dabais crédito de que lo que os decía lo hubiera hecho vuestra hija? No importa si han sido criaturas ejemplares de sonrisa permanente, o bien se han dedicado a dar patadas a todo aquello que se ha interpuesto en su camino. Todo tiene el mismo origen: buscar el reconocimiento, el ser visto. Es llevar a la práctica la frase de Oscar Wilde «que hablen mal de ti es espantoso, pero hay algo peor: que no hablen». Esto lleva a preguntarnos por qué es necesario crear un personaje. La respuesta siempre es la misma: las personas necesitamos ser amadas.

De vez en cuando debemos parar y tender al sol nuestra manera de educar:

  • Las acciones no son neutras, esconden mensajes. A menudo he hablado con madres o padres que no entienden la razón por la que su criatura quiere siempre sacar la nota más alta, ya que ell@s nunca se le han exigido. Es cierto que nunca se lo han dicho explícitamente. Pero quizás celebraron cada nota como si le fuera la vida en ello o les hicieron regalos de fin de curso dignos de un doctorado. No hace falta decir nada, el niñ@ entiende que para obtener el amor y el reconocimiento de sus padres hay que ser el mejor. Celebrar es fantástico, pero adecuando y equilibrando la celebración con lo que celebrar.
  • El tiempo compartido crea y nutre el vínculo. Hay casos, sobre todo entre herman@s, que un@ reclama toda la atención —por la razón que sea— y la otra criatura queda en segundo lugar «porque no molesta, no nos da ningún problema«. El peligro es que interprete que hay que dar problemas para que ser vista y la tortilla se acabe girando. Creará un personaje para obtener lo que quiere. Por esta razón, cuando detectamos que nuestro tiempo es absorbido en exceso por una de las criaturas, procuramos visualizar el desequilibrio. Todo el mundo necesita compartir tiempo con madres o padres. No es un tema tanto de cantidad como de calidad. Una gran vivencia pesa más —y por tanto tiene más impacto en la memoria—, que cien ligeras como plumas.
  • ¿Cómo son los ojos de tu hijo @? Si no los sabemos describir es que no los hemos mirado suficiente. Siempre me sorprende, ante la pregunta que hago a madres o padres de cómo es su hijo@, las que acaban haciendo un listado de comportamientos o aquellas que balbucean porque no saben qué decir. Y cuando les recito un listado de adjetivos, veo como se les ilumina el rostro: acaban de encontrar su criatura bajo la sábana de fantasma.
  • Escuchemos sus necesidades cuando aparezcan, no las creemos. Parece que tengamos instalado un microchip que detecta las necesidades de las criaturas incluso antes de que las sientan ellas mismas. ¿Y qué hacemos? Nos avanzamos. Para que no sufran, para que no tengan que esperar, para que no se frustren. Casi todo el mundo lo hemos hecho alguna vez, pero sabed que resta puntos en el carné familiar. Sin querer estamos contribuyendo a que construyan un personaje que entiende que el mundo debe estar siempre a su servicio, siempre recibiendo, recibiendo, recibiendo. Y con ello les estamos robando el precioso valor del dar. Nunca tendrán nada que ofrecer porque les estamos enseñado que no son dignos de ofrecer nada.

Desgarremos las etiquetas que les han colgado, las que nosotros les hemos cosido, las que ellos y ellas se repiten cada día en el espejo. Aprendamos de nuevo a perdernos en sus ojos. Comprendamos su historia, al igual que comprendemos la nuestra, para que caiga la sábana que los cubre, pero sin hacerle el trabajo. Sólo los fantasmas que se equivocan saben que en realidad siguen vivos.

 Foto gentileza de Tahila Ruiz a Unsplash