“Recuerdo en unos campamentos a una niña de unos 5 o 6 años de trenzas pelirrojas y una carita pecosa, que la incomodaba y contribuía a su introversión. Pero tuvo la suerte de encontrarse con otra niña a la que aquel rostro le pareció fascinante. Un día, mientras jugaban, vinieron a verme. La niña de las trenzas rojas se tapaba la cara con las manos. Enseguida pensé lo peor (pésima costumbre que tenemos los adultos). Cuando las retiró, vi con sorpresa que tenía corazones dibujados con rotulador por toda la cara.

—Que maquillaje tan original —dije aliviada.

—No es maquillaje, es su cara, mira —me respondió la niña ilustradora. 

Se había dedicado a unir las pecas como si se tratara de un juego de «une los puntos». Aquella criatura veía a su amiga a través de unos ojos de admiración, no de juicio. Creo que la bonita niña pelirroja recibió allí su primera lección sobre cómo querer la singularidad de su cuerpo. «

Últimamente estoy fascinada con las chicas y mujeres que a través de las redes reivindican su cuerpo grande, bajo, gordo, manchado, alto, amputado o peludo como parte inseparable de lo que son. Lo hacen desde la reparación de todos los dolores antiguos que sus cuerpos han tenido que sufrir. Lo hacen desde la reconciliación y el orgullo. Lo hacen desde el amor. Podemos transformar nuestro cuerpo, con lo que sea o como sea, pero no nos podemos deshacer de él. Nuestra responsabilidad como madres y padres es enseñar a las criaturas que debemos cuidar el cuerpo, amarlo y agradecerle todo lo que hace por nosotros: llevarnos a lugares diferentes, hacernos disfrutar a través de los sentidos, protegernos, permitirnos acercarnos a los otros, acariciar y besar….

El problema tiene su origen en el modelo de sociedad que vive de espaldas al conocimiento y admiración verdadera por el cuerpo. ¿Te has parado alguna vez a observar tus manos? Me refiero a dedicarles un buen rato de atención. ¿Y los pies? ¿Y las rodillas? ¿Y los codos? Os confieso que ahora que paso de los cincuenta es cuando estoy conociendo el mapa de mi piel. Descubrí, por ejemplo, que mientras me peinaba me inclinaba ligeramente hacia la derecha. Empecé a fijarme, y efectivamente mi tronco tenía tendencia a doblarse siempre hacia el mismo lado como un bambú. Ha sido tomar conciencia corporal y entender a nivel emocional qué me pasaba, cuando he podido corregir la inclinación. Podría contaros una colección más de anécdotas parecidas. Resumiendo: me miré en el espejo, me vi y me reconocí en él.

Nos han enseñado a tratar (y vivir) nuestro cuerpo sólo como un vehículo. Al igual que un coche que por su carrocería puedes deducir información de su propietario. Se ha convertido en un simple escaparate. Las mujeres empezamos a pintarnos cuando somos adolescentes, justo en el momento que menos lo necesitamos. Hemos aprendido a tapar las imperfecciones de la piel, a alargar las pestañas, a agrandar y perfilar los labios. Es decir, a ocultar el verdadero rostro tras una capa de mentira. Y todo ello lo identificamos con la belleza, la seducción o la elegancia. No deja de ser un hecho cultural que nos atrapa hasta el punto de no poder salir de casa sin el retoque de fachada. No es un alegato contra el maquillaje o cualquier otro tipo de embellecimiento o expresión —nada más lejos de mi intención—, sino contra todo lo que hacemos para fingir lo que no somos. Aunque las mujeres somos las que más hemos recibido a lo largo de la historia por goleada, escondiendo, destruyendo y deformando nuestro cuerpo, los hombres tampoco se han librado. En Mesopotamia, por ejemplo, durante el Imperio Caldeo, el cabello abundante y las mejillas curtidas significaban fuerza y ​​valor. Por esta razón los hombres se dibujaban las cejas más gruesas y se pintaban las mejillas con colorete rojo. Así disimulaban si iban más bien justos de ambas cosas.

En aquellas criaturas en las que he visto un rechazo por el propio cuerpo, he constado que detrás había una historia familiar de mala relación con éste. O por haberlo vivido en la propia piel, o bien por las creencias que tenemos incrustadas hasta la médula. Se educa siempre desde el que se dice, lo que no se dice, lo que se hace y lo que se deja de hacer. Siempre. Mal que nos pese. No se puede enseñar lo que no se ha aprendido. Por ello tenemos que cuidar:

  1. Lo que decimos de las otras personas delante de las criaturas (y también detrás). No sólo estamos reduciendo a la otra persona a un cuerpo con nuestro juicio, sino que además estamos anulando su libertad y expresión de ir como quiera. Su derecho a ser.
  2. Lo que nos decimos a nosotros mismos. No se trata de no hacer ningún comentario, sino de que éste sea descriptivo y no de desprecio.
  3. Lo que nos dicen los demás. Maticemos aquellos comentarios que no nos parecen correctos. Uno muy habitual cuando una persona adelgaza es decirle «¡qué guapa que estás!». Ella ya era guapa antes, tuviera el peso que tuviera. Ahora sencillamente está más delgada. Si corregimos sonriendo, evidenciamos a las criaturas la estima a nuestro cuerpo y al mismo tiempo hacemos consciente a la otra persona de su error.

Educar pasa por pararnos a pensar sobre lo que hacemos y para qué. Volvamos unos minutos  a nuestra infancia o adolescencia, y rescatemos las creencias familiares que oíamos diariamente: «que feo hace que la mujer sea más alta que el hombre, tienes cara de poca salud tan delgada y blanca, estar gorda hace de dejada, si no comes no te pondrás fuerte, tienes que terminarte todo lo que te pongo en el plato o no crecerás, los tatuajes son de delincuentes, el cabello largo es de chica… «. Todas estas frases impactaron en nuestros cerebros infantiles y las convertimos en realidad. A medida que hemos ido creciendo, descubrimos nuestra propia verdad, pero si rascamos un poco, veremos cómo afloran muchas de estas creencias. Es tan fácil como ir a las redes, mirar un rato y escuchar nuestra voz emitiendo opiniones sobre los demás. Corremos el riesgo de asustarnos al ver las telarañas que aún nos quedan por limpiar.

Prestemos atención a los comentarios de criaturas y adolescentes, observemos cómo se relacionan con el cuerpo, el suyo y el de los demás, para ir incidiendo amablemente si fuese necesario. Y en paralelo no dejemos de mirarnos el ombligo. Fijemos la atención en el valor de lo que ya tenemos, no en lo que nos falta o sobra. Hagámoslo tanto por nosotros como por los ellas y ellos. Porque al focalizarnos en lo que nos hace personas únicas, podemos avanzar y hacer cambios desde el amor al cuerpo, no desde el rechazo. Las criaturas aprenderán que hay belleza en todos los cuerpos, siempre, porque sabrán ver personas detrás de ellos, no simples vehículos que nos envuelven. Las personas que se aman a sí mismas irradian magnetismo, atractivo, porque detrás no hay autocastigo. En cambio hay personas que cumplen religiosamente con el canon actual de belleza, y resultan insoportables, porque ellas mismas se han reducido a un cuerpo.

Enseñemos a las criaturas que el propósito principal del cuerpo es estar sano, y que esto pasa también por nuestros pensamientos. Si son tóxicos, nuestro cuerpo enfermará. Que la alimentación es esencial, pero también lo es como nos alimentamos. Las prisas o la falta de conversación cuando comemos también nos nutren. Y que la autoestima no significa «todo vale», sino que me respeto y actúo en consecuencia para estar lo mejor que puedo, por mí, por los demás, sin pagar ningún precio que me hiera. Que nunca asocien el estado deseado de su cuerpo con ninguna solución que pase por hacerles sufrir, sobre todo a nivel emocional.

Los demás nos acaban mirando cómo nos miramos a nosotros mismos. Amarnos es el primer paso para educar a nuestras hijas e hijos.

 Foto gentileza de Eric Krull a Unsplash