«Hace tiempo coincidí en el trabajo con una compañera que tenía una niña de seis años con un talento increíble para el violín. Tanto era así, que había participado en no sé cuantos certámenes y conciertos. Nos explicaba que veía la niña feliz, a pesar de todas las horas que tenía que dedicarle. No hace mucho nos volvimos a encontrar. En dos minutos nos pusimos al corriente de los veinte años que habían pasado, hasta que llegó el momento de la pregunta.

—¿Y cómo le va a tu hija? Me imagino que debe estar dando la vuelta al mundo de concierto en concierto —le pregunté con entusiasmo.

—Sí, ha recorrido todo el mundo. Ahora mismo está en Berlín. Es okupa y toca el violín en la calle. Perdona, llego tarde, tengo que irme —me contestó mirando el reloj y sonriendo de manera forzada—. Me alegra haberte visto.

Me quedé con las ganas de saber si su hija seguía siendo tan feliz como cuando era pequeña o ahora lo era más aún. «

Generamos expectativas sobre nuestras criaturas incluso antes de que nazcan, antes de que sean. Nos imaginamos jugando y riendo con ellas, yendo en bicicleta, leyendo cuentos, haciendo excursiones, pintando, bailando, escuchando los pájaros y abrazando árboles. A veces la vida tiene la gentileza de hacer coincidir expectativa con realidad y otras no se acercan ni por remota casualidad. Las expectativas son parte de nuestras creencias, de lo que alguien esperó una vez de nosotros, de lo que socialmente creemos que hay que esperar y lo que pensamos que queremos porque es lo mejor para ellas.

La expectativa es esperar algo que tenemos el derecho de esperar. O eso creemos. ¿Seguro que tenemos derecho sobre el futuro de nuestras criaturas? ¿Cómo podemos tener la certeza de que lo que imaginamos es lo mejor para ellas? Poner expectativas sobre su comportamiento, sobre lo que deben hacer y lo que no, las carga de una presión sobrante. Es la antítesis de la confianza. Es la diferencia entre montar una obra de teatro entera o enseñarles los pasos de baile, como coser los vestidos, a declamar, el funcionamiento de las luces … y esperar que ellas escriban y actúen en su obra con la seguridad de que brillarán con luz propia. Nosotras habríamos hecho otra obra de teatro, seguro, pero esta es la gracia. Que hay tantas obras escritas como criaturas hay en el mundo.

Cuando ponemos expectativas del tipo «espero que se porte bien en casa de los abuelos», sólo necesitamos rascar un poco para descubrir que debajo hay una desconfianza hacia la criatura. «Seguro que me hará quedar mal», pensamos. ¿Cuando alguien va a comprar —pongamos por caso un electrodoméstico— piensa «espero que no me engañen»? Imagino que no, porque partimos de la base que las personas que trabajan en la tienda hacen bien su trabajo. Pero si alguien lo piensa, es que detrás hay una historia de engaño (del pasado) que le conduce a generar desconfianza por todas las personas que estan detrás de un mostrador. Una sola mala historia del pasado puede acabar con todas las buenas historias del futuro. Es tan inimaginable como haber leído un libro que no nos ha gustado nada y cargarnos toda la literatura de la humanidad.

Alguna vez, hablando con madres y padres sobre el tema, me han dicho que las expectativas son necesarias, porque son los objetivos que pretenden para sus hijas e hijos. Que sólo es el deseo de querer lo mejor para ellas y que la educación se basa justamente en ponerlos metas para que avancen. En referencia a ello, dos aclaraciones:

1. Las expectativas son deseos desde el Yo. Los objetivos son deseos desde el Ellas y Ellos. Es decir, no es lo mismo lo que yo espero de ella o él en comparación con otros, que lo que yo creo que la criatura puede llegar a hacer por quién es. En el primer caso imagino lo que encaja mejor con mis creencias y valores sociales y construyo una imagen que coincida. En cambio en el segundo, trabajo para descubrir sus fortalezas y desde ellas, la acompaño a construir el escenario en que considero que la criatura se siente más feliz, más ella. Y para que pueda llegar, pongo todas las herramientas y aprendizajes a su alcance.

2. Lo que yo considero mejor para la criatura, no significa que lo sea. Leyendo un día un artículo sobre cómo había sido la infancia de adultos superdotados, me sorprendió la historia de una chica que era matemática y tenía no sé cuántas filologías. Todo se le daba bien. Pero aún así, ¿sabéis por qué dejó un trabajo muy bien remunerado? Para ser cuentacuentos. Después de pelearse durante años con sus padres, que consideraban que aquello no era una profesión ni era nada, decidió coger el camino de en medio, que siempre es el más recto.

Las expectativas son peligrosas porque limitan. Son creencias rígidas que no dejan margen a una transformación creativa porque no se adaptan a lo que la criatura es y necesita. Tienen sus raíces en el pasado y encima pretendemos que florezcan en el futuro. Niñas y niños saben perfectamente qué esperamos de ellos, tanto si se lo decimos como si no. Y hacen lo posible para cumplir nuestras expectativas y ganarse el derecho a ser queridos. O bien hacen todo lo contrario porque no se consideran merecedores de nuestro amor. En cambio educar desde la expectativa, es decir, actuar en función de lo que vaya pasando, nos sitúa en el presente. El lugar desde el que sí tenemos el poder de realizar cambios. Nos sitúa en la incertidumbre —incòmoda porque en ella perdemos el control—, que tiene la venaja de mostrarnos un abanico de posibilidades. Es cuando no esperamos nada que puede pasar todo.

Cuando cumplen nuestras expectativas, todo va bien, pero cuando estalla en pedazos, éstos se nos clavan en la piel. Puede que nos avergonzamos porque es la única de la clase que no sabe leer o el único de todos los amigos que no ha aprobado la ESO. O que nos provoque rabia y frustración porque de las vacaciones familiares que hemos planeado con tanta dedicación a los fiordos noruegos, lo único que quieren saber es si en el hotel hay wifi. Entonces caemos en el lado oscuro, en el de no esperar nunca nada porque seguro que va a salir mal y nos decepcionarán. Seguro que has dicho o oído alguna vez «prefiero no hacerme ninguna expectativa porque siempre me acabo frustrado». Esto nos pasa porque nos resignamos a la situación, en lugar de aceptarla. No tenemos control sobre los demás —ni debemos tenerlo—, pero sí sobre lo que pensamos y sentimos nosotros. Aceptar lo que viene nos permite buscar una solución, una salida emocional. En cambio la resignación es ceder el poder de nuestras emociones a la circunstancia. Quizás las vacaciones las deberíamos haber planificado todos juntos, teniendo en cuenta las necesidades de toda la familia.

Hace años que vivo sin expectativas sobre mi hijo y mi hija. Me enfoco en mí, en la relación que quiero tener con ellos y me centro en ello. El resto no es mi trabajo. Os puedo asegurar que desde que lo hago, cada día soy más capaz de reconocer en los demás lo que verdaderamente son, no lo que imagino o quisiera que fueran. Esto me aleja del amor. A medida que la expectativa se hace pequeña, la confianza crece.

He aprendido a mirarme en el espejo de la vida y dejarme sorprender. A veces me gusta lo que veo y otras no tanto, pero no dejo que nada ni nadie me dañe la confianza en el otro.

Foto gentileza de Max Yamashita en Unsplash