“Entro en el vagón de metro. Me siento. Abro el libro. El sonido de un móvil me hace levantar la vista. La mujer de enfrente ríe con un vídeo. El resto lo oímos y lo sufrimos. El chico de mi lado sube la música para enmudecer la voz de la vecina. Y de regalo me ensordece. En el extremo del banco un padre sostiene indiferente un ipod a una criatura hipnotizada. Los otros pasajeros, con los ojos clavados en las pequeñas pantallas, tuercen el gesto molestos por los ruidos ajenos.
En medio un niño de unos cinco años me mira. Yo lo miro. Dos islas en un océano ruidoso. Le guiño un ojo. Baja los suyos y le cae una tímida sonrisa. Intercambiamos discretas muecas. Parecemos el mismo espejo en edades diferentes. Suspira levemente. Su madre también está atrapada. Me muestra una pelotita que lleva en la mano. Sonrío y levanto las cejas emocionada. Buceo en mi bolso y le enseño otra de mis hijos. Se levanta y me la da. Quiere la mía. Hacemos el intercambio. Se sienta rápidamente antes de que lo riña su madre. Tengo que bajar. Le envío un beso. Él me envía otro. Yo lo cazo y me lo guardo en el bolsillo. Él me copia y se guarda el suyo. Nos despedimos con una mirada. Tengo la sensación que somos los únicos del vagón que nos hemos visto”.
Andando por el andén recordé los ojos de mi padre. Eran de un verde lleno de matices. A pesar de los años que hace que no está, podría reconocerlos en cualquier lugar. Entonces fui consciente de que si podía hacerlo, era porqué nos habíamos mirado mucho. Porqué nos habíamos encontrado en los ojos del otro. Y de inmediato pensé en mis hijos, en mi marido, en las personas que quiero. ¿Podía dibujar sus miradas con tanta precisión?
La vida es lo que miramos, lo que focalizamos como prioridad. El mundo tecnológico nos da infinitas posibilidades, pero es un mundo artificioso. Un medio, no un fin. Las pantallas no abrazan, no dan besos, no hacen cosquillas, no tienen olor, no son espontáneas, no son únicas, no aman, no te ven, no se enfadan ni hacen las paces. En definitiva: no crean recuerdos.
Los niños crecen, ¿lo sabéis verdad? Y si cuando nos explican algo, no los miramos de manera consciente, entenderán que no les estamos escuchando. Venimos de la creencia que se pueden hacer tres cosas al mismo tiempo mientras nos hablan. Un ejercicio que hago a menudo es fijarme en los detalles del rostro del otro, del movimiento de sus manos. Algunas veces incluso he llegado a perder el hilo de lo conversación, pero no me importa. La escucha demanda vaciarnos de nuestro propio ruido. Cuando el otro se siente visto, sabe que es importante para ti. Ello nos incluye también a nosotros mismos. ¿Sabemos cómo son nuestros ojos?
Pido al nuevo año poder coleccionar miradas y sonrisas, ralentizar la vida, saber discernir lo prioritario, ser capaz de reconocer lo irrepetible y enmudecer con su contemplación.
Os deseo un año lleno de momentos para mirar, miraros y ser mirados. De todo corazón.
Foto gentileza de Henrikke Due en Unsplash
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