“Hazte la cama ¿No has sacado aún el lavavajillas? ¡Mete en la lavadora la ropa de deporte! ¿Sabes cuántos días llevan aquí estos calcetines sucios? ¡Apaga el móvil ya! ¡He dicho ya! ¿Tienes algún problema en el oído, o qué? Te quiero. O vienes ahora mismo a cenar o apago la play a lo bestia. Debes pensar que tenemos un árbol que da billetes. ¿Crees que esto es un hotel? ¿Qué has suspendido cuántas? ¡Pero si no hay tantas asignaturas! ¡Ni hablar, esta noche no sales! ¿Cómo te ha ido el día?”.
Jugo a imaginar el impacto diario de mis palabras en mi hijo de quince años. De pronto, leyendo el resultado, tomo conciencia de tres cosas que me horrorizan:
- Las palabras más importantes son las que menos digo.
- Es tanto el ruido que emito, que es imposible que él me llegue a escuchar.
- El 90% va dirigido a su cerebro. Me he olvidado de su corazón.
Seguro que todos obtendríamos un diez en la asignatura “introducción a la teoría sobre la adolescencia”. El problema viene cuando tenemos que hacer las prácticas. Pero esta vez estoy decidida a aprobar el curso y pasar de pantalla. La forma en la que nos relacionamos con nuestros hijos marca una pauta. Les da información sobre cómo los vemos y qué significan para nosotros. Nuestro reto es convertir el maldito NO en un botón ON hacia la paz familiar (o al menos hacia la nuestra, que no es poco). Pistas para el camino:
- Hay dos palabras que les repetimos tanto que sólo nos falta tatuárselas: gracias y por favor. Me pregunto ¿nosotros las utilizamos cuando les pedimos algo? ¿Les agradecemos lo qué hacen, por poco que sea?
- Los pensamientos educan tanto o más que las palabras. Si pienso que mi hijo “es un inútil, todo el día pierde el tiempo, no hace nada bueno…”, es una información que le llegará. No sólo lo dirán nuestros gestos, sino que un día saldrá también en forma de palabras. El insulto, incluso pensado, destruye las relaciones y crea una actitud de ataque constante.
- Si podemos adivinar el futuro, dejemos el trabajo y pongamos un canal tarot. Y sino, ¿Por qué insistimos una y otra vez, en aquello que no sabemos? “Que si te pasaras todo el verano estudiando, que sin estudios nunca encontrarás trabajo, que perderás los amigos si no te duchas…” Yo hay días que me agoto a mí misma. Dejemos de proyectar lo que no queremos. Centrarnos en lo que tenemos ahora no es solo más fácil, sino también menos cansado. Debemos liberarlos del peso de creer que todo lo que hagan les marcará para siempre.
- Piensa bien y acertarás. Tenemos cierta tendencia a pensar siempre lo peor. ¿Por qué? Invertiremos el mismo tiempo en pensar lo que sí queremos conseguir, que lo que no. Y además no nos pondremos de tan mala leche.
- Pidamos lo que nos puedan dar. Es muy frustrante vivir siempre decepcionando a tus padres. Pidámosles cosas asumibles, que ellos vean que las pueden conseguir.
- Olvidemos las comparaciones. Comparar significa que les falta alguna cosa, que no son los hijos que esperamos. ¿Fuimos nosotros los hijos que esperaban nuestros padres?
- Necesitan nuestra presencia. No quieren nuestros rollos pedagógicos, sino nuestra presencia por si algún día necesitan llorar. Quieren saber que estamos y que siempre estaremos. Su silencio no significa que nos nieguen la palabra, sino que no saben cómo darla. Están aprendiendo aún a desenmarañar el ovillo de emociones y sentimientos.
- Son grandes por fuera y pequeños por dentro. Viven en un contrasentido permanente: nos hacen demandas de chicas y chicos de veinte años, pero aún piden un beso de buenas noches. Tengamos los brazos siempre abierto para que no se escape ningún abrazo.
- Reír siempre con ellos, no de ellos. La actitud lúdica da siempre excelentes resultados.
- Escuchar, no juzgar. Si nos hablan de móviles, motos, ropa, cantantes, vídeos… y sentimos que nuestra cabeza está a punto de explotar, tranquilos, no pasará. Las cabezas no explotan;). A pesar de que nos interese un rábano, deben saber que les escuchamos sin juzgar. Llegará el día en que agradecerán el tiempo invertido.
- Tengamos el perdón siempre a punto. Lo que no se perdona se enquista. Nos podremos enfadar, gritar, decir lo que no queríamos decir, pero al final de la batalla no nos olvidemos de perdonar y perdonarnos. La culpabilidad no ayuda a actuar, es solo una queja y lo que necesitamos es coraje para superar con nota el reto que nos ponen nuestros hijos.
¿Pensáis que la adolescencia se inventó para amargarnos la vida? Yo prefiero pensar que está para darme una segunda oportunidad para cambiar. Y a ellos para enseñarles el camino de ser personas. Las mejores personas que puedan llegar a ser. Hemos plantado la semilla, pero aún estamos en fase de abono y riego. Confiad, y veréis qué frutos tan espectaculares nacerán de vuestros árboles 🙂
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Nada es para siempre, excepto el amor.
Foto gentilesa de Daniel Cheung a Unsplash
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