«Día de playa. El sol quema sin piedad. La arena está cubierta por una alfombra de pieles tostadas. Vuelta y vuelta como hamburguesas quemadas. Dos adolescentes pasan corriendo por tu lado. Te dejan como una barra de pan de sésamo. Oyes a los niños llamándote desde la orilla.
—Jugad, jugad, que enseguida vengo —contestas, aunque sabes que el “enseguida” no llegará nunca. Estás concentrada en la conversación de las dos amigas íntimas cerca de ti. Y en la bronca de la mujer al marido un poco más allá. Tus hijos vuelven. Se sientan a tu lado y construyen una cueva con las toallas. Quieren enseñarte una cosa mágica: una caracola que no habías visto nunca en estas playas; ni por el tamaño, ni por los colores.
—Toma mamá, escucha —te dice la pequeña poniéndotela en la oreja —nos la ha traído un delfín.
Tu nunca sabrás si es cierto, y lloras».
El ruido interno es como un día de playa. Como uno de los peores. Pensamientos que se dan simultáneamente, pisándose unos a otros. Si los observamos nos daremos cuenta que ninguno tiene fin porqué generan otros pensamientos, creando así una espiral infinita. Y mientras tanto la vida de nuestros hijos va pasando. Y la nuestra. Para escucharlos a ellos, es imprescindible hacer silencio y escucharnos primero a nosotros. Sé que yo también estoy llena de ruidos. Me refiero a aquellos que no me aportan nada y me quitan tiempo de los que sí lo hacen. Pero cuando soy consciente de ellos, se debilitan y disminuyen (existen unas apps fantásticas que incorporan diferentes sonidos, a gusto del consumidor, que a través de un temporizador te ayudan a volver al ahora cuando te has perdido).
La neurociencia ha demostrado que el cerebro no puede hacer varias actividades simultáneamente. Somos una sociedad que nos definimos por la acción, lo cual se refleja en nuestra manera de educar. Siempre estamos buscando actividades para nuestros hijos. No me refiero sólo a las extraescolares, sino también a las familiares. Las experiencias aportan riqueza a sus vidas, tenéis razón, pero si no les enseñamos a parar de vez en cuando, de adultos necesitarán llenar más y más su tiempo. Saber estar (a gusto) con uno mismo es uno de los valores más importantes que les podemos transmitir. Una mente saturada es un día a día saturado.
Cuando aparece el silencio, la actividad frena, nuestros sentidos se expanden y aparece la contemplación, la admiración. Aquello que de forma innata hacen los niños cuando son pequeños y van olvidando. Mirad un bebé y disfrutad de como se maravillan de los sonidos que hace a través de su cuerpo (el primer día que fuimos capaces de conseguir hacer palmas, tendrían que darnos un diploma para colgar en el despacho). Únicamente tenemos que aprender de las niñas y los niños cuando juegan: hacen única y exclusivamente eso. Nada más. Su cabeza no está pensando en las fichas que no han pintado, el zapato que llevan desatado o qué cenaran esta noche. Este don es el que deberíamos conservar. Sólo desde el silencio podemos reconocer al otro.
Enseñarles a parar les permitirá reflexionar antes de actuar:
- Practicar el silencio. Podemos observar las nubes, motivarlos a prestar atención a los cambios estacionales en la naturaleza, escuchar con ellos todos los sonidos que podamos distinguir en un minuto, sentarnos en el sofá abrazados sin decir nada o sencillamente mirar por la ventana viendo pasar la vida.
- Escoger un momento del día para cerrar móviles y pantallas. Somos su referente, ahora y siempre (sí chicos, lo siento), por tanto este mensaje va por nosotros.
- Hagamos un examen sobre el ruido de nuestro hogar. El ejercicio lo podemos hacer toda la familia. Un minuto es suficiente para estar alerta a todo lo que llega a nuestros oídos. Pasando el tiempo, los anotamos y compartimos. ¿Podemos eliminar alguno?. Los niños se están acostumbrando a leer con música o hacer deberes con la televisión encendida. Todo ello sólo favorece la dispersión, dificultándoles la atención y en consecuencia la comprensión.
- Establecer una rutina de silencio para crear el hábito. Puede ser al irse a dormir, antes de empezar a comer o cuando quieren explicarnos alguna cosa que les ha hecho enfadar y puedan conectarse a ello desde otro estado. Podemos hacerlo a través de tres respiraciones profundas con los ojos cerrados o medio minuto concentrándonos en los sonidos de nuestro cuerpo. El tiempo ha de ser muy breve para garantizar que sea efectivo. El objetivo es callar la mente durante unos segundos, vaciarla de ruidos para llenarla de sonidos.
Dejemos de tener miedo al silencio y compartámoslo. Nada nos llenará más que ese vacío.
Foto gentileza de Blake Meyer en unsplash
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