“Durante unos cuántos años hice de voluntaria en la planta de oncología de dos hospitales de Barcelona. Había leído mucho, las entidades de voluntariado nos habían formado, pero aun así no hay maestra como la realidad para aterrizar de golpe. Eran mis primeras semanas. Estaba un poco nerviosa por sí sería capaz de estar a la altura de lo que aquellas criaturas y sus familias me daban y a la vez necesitaban.

Estaba jugando con una niña de unos 4 años con un muñeco bebé a quien cuidaba amorosamente. En un momento dado me pidió el maletín médico de juguete. De él extrajo una jeringuilla. Pinchó al bebé una, dos, tres veces con rabia mientras le decía:

—Has sido malo, muy malo, por eso te has puesto malito.

Un escalofrío me recorrió el cuerpo, consiguiendo humedecerme los ojos.”

Nuestras raíces han bebido de modelos educativos en los que el adulto era un ser perfecto que tenía la verdad absoluta en la palma de su mano. Esto significaba que era el niño quien debía responder a sus expectativas, porque sin duda era lo mejor para él. Una educación en la que madres y padres no pedían perdón porque se consideraba sinónimo de debilidad. Por tanto, era evidente que la culpa sólo podía ser de la criatura. Aún sufrimos los restos de ese modelo, sin embargo ahora somos conscientes de ello. Pero como la historia es pendular y le cuesta encontrar el equilibrio, quien arrastra ahora la culpa como un fantasma su cadena, somos nosotros. Me faltarían días del año para contar las veces que madres —sobre todo—, me han compartido sentirse culpables por el modo en que se relacionan con sus hijos. Es decir, hemos pasado de educar para la culpa (si un niño se sentía culpable no cabía duda de que estábamos educando bien), a educar desde la culpa (ahora somos nosotros quienes nos sentimos culpables).

La culpa aparece cuando confrontamos lo que hacemos con lo que creemos que deberíamos haber hecho. Las expectativas sobre nosotros mismos se desmenuzan. La culpa es pasiva, nos clava en el suelo y nos obliga únicamente a permanecer en nuestra cárcel de reproches, anulando toda posibilidad de mejora. Es como unas arenas movedizas en las que evitas moverte para no hundirte más. Pero por suerte existe un antídoto para acabar con ella: la acción. La culpa no soporta que actuemos, que intentemos averiguar dónde estaba el escape para reflexionar sobra él y no repetirla. Porque lo peor de todo —para mí—, no es la inquietud en el estómago, sino las consecuencias de educar desde la culpa en nuestras hijos e hijas:

  • Indirectamente les enseñamos que sentirnos culpables nos redime de lo hecho, es una solución pegote. No arregla nada pero lo parece.
  • Les estamo quitando empoderamiento. Crecer viendo un modelo de culpabilidad puede hacerles creer en la palabra de cualquiera que les diga que son culpables de algo. Aunque no lo sean.
  • Se nos puede enquistar la culpa en el corazón y buscar —sin querer—, otros a los que culpar para liberarnos del peso. Nuestro cerebro acabará encontrando argumentaciones que nos disculpen (es que mi pareja no ha dejado la cena hecha, es que mi jefa no me ha dejado salir antes, es que el tren se ha retrasado, es que llueve, es que hace demasiado sol…). Se difuminará la perspectiva de lo que acaba de pasar y lo dejaremos todo en manos de las circunstancias, perdiendo todo el poder de hacer cambios. 

Educar desde la culpa quiere decir —aunque indirecta e inconscientemente—, que acabaremos diciendo cosas que culpabilizarán a nuestras criaturas: “hemos llegado tarde porque TÚ no has querido vestirte, he tenido que gritar porque TÚ no me hacías caso, tengo que limpiar la habitación porque TÚ no lo haces nunca, hemos perdido el bus porque TÚ no has querido correr…”. Entramos en una rueda en la que nosotros somos las víctimas de los actos de nuestros hijos. La culpa puede bloquearlos o, en contraposición, hacerles levitar por encima de nosotros con la frase: “lo haces porque quieres”. Les hacemos responsables de nuestras acciones y alerta, porque corren el peligro de funcionar así de por vida. Se me ponen los pelos de punta cada vez que leo o escucho testigos de víctimas de violencia machista o abuso sexual construyendo el relato de su culpabilidad por lo que les ocurrió. No quiero ser reduccionista, sé que hay otros factores y complejidades que influyen en un acto tan terrible, pero cada vez que las oigo no puedo evitar pensar si estoy educando a mi hija en la culpa.

Acostumbro a hacer una visualización que me es de gran ayuda cuando caigo en las garras de la culpa, para evidenciar su absurdidad. Imagino una balanza de las antiguas, con dos platitos a ambos lados. En uno coloco todas las acciones que he hecho durante el día en relación a mis hijos que considero aceptablemente acertadas y óptimas (les he despertado con besos, le he puesto una nota en el bocadillo para desearle suerte en el examen, aunque se me cerraban los ojos he escuchado hasta la última palabra del relato nocturno…). Y ahora en el otro platito pongo la acción que me hace sentir culpable. Una y única acción que ha durado 2 minutos. Puedes imaginar hacia dónde se decantará la balanza, ¿verdad?

Educar sin la culpa significa:

  • Ser conscientes del valor de la intención. Sabemos el amor que profesamos hacia nuestras criaturas, nada de lo que hacemos es desde la intención de dañarles o hacerles sufrir ¿Por qué entonces deberíamos sentirnos culpables?
  • Aceptamos y acogemos nuestra acción porque ésta no nos define. Tenemos muchos más aciertos en el currículum gracias a aceptar los errores. Nosotros no somos el error, por eso no dejamos que nos cuelgue su etiqueta.
  • Visualicemos la misma situación pero con una respuesta diferente por nuestra parte que sin duda nos dará resultados diferentes. Al hacerlo de manera consciente, comprendemos mejor el por qué de nuestra respuesta, lo que nos permitirá encontrar otra solución la próxima vez.
  • Aprender a relativizar y poner las cosas en su sitio. Nada de lo que hacemos es tan grave como para crearles un trauma de por vida. Quizás los héroes y heroínas sí deben sentirse culpables porque sus errores pueden eliminar un planeta del Universo o acabar con una civilización entera 😉

Confio en que la frase de Toula, la protagonista de la película “mi gran boda griega”, no la tengan que decir nunca nuestros hijas e hijos de nosotras (quiero decir la segunda parte de la frase 😉

“Mi madre siempre estaba cocinando platos llenos de caiño y sabiduría, pero sin olvidar nunca una guarnición de culpabilidad al horno”.

 Foto gentileza d’Alison Wang a Unsplash