«Los diálogos con mis hijos adolescentes me han desvelado la curiosidad por la física cuántica. Básicamente porque estoy atrapada en un bucle temporal. Día tras día repito lo mismo como si se me hubieran atascado las teclas de copiar y pegar de la vida. Pierdo la noción del tiempo. Todo me parece que ya lo viví ayer y antes de ayer y el otro.

Hasta que en la última conversación con mi hijo sobre los peligros de la noche, los amigos que lo parecen pero no lo son y a dónde le acabará conduciendo la vida vampírica que lleva, se me quedó mirando en silencio y sentenció dando por terminada la conversación:

—No puedes vivir por mí.

Tiene razón. Me está costando, pero estoy aprendiendo a vivir lo que me corresponde.»

Para mí educar es amar a un ser humano para que reconozca, despliegue y desarrolle sus propios recursos para que llegue donde se proponga. Pero este camino de descubrimiento duele, escuece como el alcohol en una herida abierta. Nos autoengañamos con frases como «lo que quiero es que sea feliz». ¿De verdad? Cuando son pequeños lo que les hace felices es que los subamos a caballito, estar todo el día jugando, salir a la calle con calcetines, comer cuando tienen hambre y dormir cuando tienen sueño o pintar un cuadro con el puré de patatas. En cambio no les dejamos hacer la mayoría de cosas porque no les estaríamos educando bien.

Y a medida que se hacen mayores su felicidad radica en estar con las amigas y los amigos, no tener que hacer deberes, que les den a sus madres y padres una orden de alejamiento o que haya una Wifi en cada farola (bien mirado, en la adolescencia son felices con poca cosa;) )

Lo que es evidente es que aquello que desean se lo damos con cuentagotas.

Y de nuevo me pregunto: ¿Queremos verlos felices, o queremos verlos felices con nuestras condiciones? Justo aquí entra en escena el dolor.

Nos duele dejarlos en la guardería con aquella carita de gatito de instagram, arrastrarlos a una escolarización de jornada laboral, verlos estudiar cosas que nosotros ya decíamos a su edad «esto no sirve para nada »y tener que decirles lo contrario, sufrir por las amistades peligrosas de las que se rodean o ver cómo se estrellan por decisiones que consideramos equivocadas.

Pero esperad, que el dolor no se acaba aquí. Educar aún duele más.

  • ·        Nos atraviesan la autoestima cuando no hacen lo que les estamos pidiendo. Sentimos que nos desprecian, que ponen en duda nuestra autoridad, dejándonos en evidencia ante los demás.
  • ·        Si hacemos lo contrario de lo que queremos, la culpabilidad nos chupa la sangre y comenzamos un ciclo de pensamientos nefastos como de qué manera hemos destrozado la vida de nuestras criaturas solo porque ayer se nos escapó un grito y una colleja.
  • ·        Si vemos que están cogiendo el camino equivocado, les repetimos una y otra y otra vez cuál es el correcto. Y cuando se pierden, les decimos con la sabiduría del Mago de Oz «lo ves, ya te lo decía yo» y lloramos por dentro porque se lo podían haber ahorrado, mientras ellos se aplauden por habernos desafiado y haberlo intentado.
  • ·        Los comparamos y nos comparamos con los demás. Y pensamos «¿Qué he hecho mal?», o bien «¿por qué mi criatura no puede ser como aquella otra?» u otras veces un «ya no tengo energía para nada más, que haga lo que quiera». Y cada uno de estos pensamientos son un rasguño en el corazón.

Educar es gratificante, sí, faltaría más, si no la especie humana ya se habría extinguido, pero educar nos hace daño porque no les podemos evitar el dolor. Hay tantas maneras de educar como criaturas. Cada ser es único y se desarrolla de manera diferente porque su manera de estar en el mundo es diferente.

Os quería compartir cinco ideas para reducir el dolor de educar:

  1. 1.  Confiar. Tener la certeza de que nuestra hija o hijo, pase lo que pase, será capaz de sacar rendimiento a la vida y encontrar su objetivo vital. La confianza barre el miedo.
  2. 2. Poner la mejor de las intenciones en lo que hacemos. Evitar actuar cuando hay rabia. La educación no sirve para aleccionar. Lo hace la vida misma.
  3. 3. No pretender controlarlo todo. Fuera de nosotros hay un universo de infinitas posibilidades que no conocemos, y la felicidad de nuestras criaturas puede estar escondida en una de ellas. La felicidad es subjetiva. Ellos y ellas deberán construir la suya desde su yo interior, no desde nada externo.
  4. 4. Enfocarnos en las cosas que hacen sin que se las hayamos pedido, en el «gracias» espontáneo, en el abrazo que no esperábamos o en la charla casi mágica aunque haya durado cinco minutos. Recojamos cada día un ramo de pequeñas felicidades.
  5. 5. Hacer todo lo que esté en nuestras manos para encontrar nuestra propia felicidad. No se puede enseñar lo que no se tiene.

Ojalá nunca tengamos que arrepentirnos de no haberles dicho te quiero, ni de no hacerles comprender que los queremos en este mundo tal y como son. Desde el primer día que ven la luz sabemos que no nos pertenecen. Pero a pesar de que no podemos andar por ellos, deben saber que estamos en el camino.

Foto gentileza de Daniel Cheung Unsplash