«Una amiga mía no podía con la Barbie. Su hija no podía (vivir) sin la Barbie. La rubia de las piernas infinitas les daba mensajes diferentes. Para la primera representaba el modelo de mujer contra el que luchar, para la segunda, una muñeca de cabellera élfica con quién jugar. Pero la sabiduría de una madre no conoce límites y la rodeó, con toda la pena de su corazón, de muñecas de medidas imposibles. La hija es ahora una adolescente destinada a hacer grandes cambios gracias a su creatividad. El mundo se le ha hecho pequeño, necesita más aire, por eso ha decidido deshacerse de la colección barbiana. Ahora es la madre quién no las quiere tirar, porque en ellas ve aún las largas pestañas de su pequeña de seis años. La solución parece difícil. Y lo es para cerebros oxidados de adultos, pero para uno de dieciséis años, la respuesta es pura magia. Antes de ayer le regaló a su madre una joya dentro de una cajita de cartón. Al abrirla, una cadenita cerrada con dos brazos de Barbie dándose las manos, le decían sin una sola palabra como la quería».

Arrastramos más peso del que podemos cargar, pero es tan sutil, que hasta que no nos sale joroba no nos enteramos. Nos aferramos a creencias, recuerdos y emociones que van acumulando un peligroso poso. Tarde o temprano nos enseñaran los dientes y nos darán un mordisco a traición. Las criaturas aprenden de nuestros patrones de conducta. Aprenden más de lo que hacemos, que de lo que decimos. Pero vamos por partes:

  1. Las creencias: Una parte importante las hemos recibido por vía intravenosa de las generaciones que nos han precedido (madres, padres y abuelos). No las hemos cuestionado porqué cuando éramos criaturas las mojábamos en el vaso de la leche sin saberlo y las fuimos tomando y aprendiendo. Sus raíces nos tienen tan atrapados que nos es imposible ver que no son nuestras. Por ejemplo, frases del estilo: «¿Te crees que el dinero crece en los árboles? Sois unos egoístas, yo lo hago todo por vosotros y ¿qué recibo a cambio? ¿Quién te crees que soy, tu criada? Si me quisieras tanto me harías más caso». Todo esto son creencias erróneas sobre el dinero, el amor o la comunicación y relación con nuestros hijos que consiguen Dependemos de ellas sin darnos cuenta y las damos por válidas como si fueran verdades absolutas.
  2. Los recuerdos y las emociones. Si alguna cosa define al recuerdo es que aquello que evoca ya no está. En su lugar solo queda el rastro de una imagen imaginada y la emoción que nos conecta a ella. En el caso de rememorar una pelea, una discusión o una palabra que nos ha herido de los hijos, cada vez que volvemos a revivirlo estamos multiplicando su efecto. Lo peor es que vamos acumulando rencor y en el momento menos inesperado (incluso cuando estamos disfrutando de una situación de tranquilidad con nuestros hijos), salen en forma de reproches. «Sí, ahora muy bien, pero ayer no me hiciste enfadar». Los niños es posible que ni tan solo sepan de que les estamos hablando porqué ni ya han olvidado lo que pasó (ellos viven en el presente). ¿Hacía falta perder energía dos veces? Lo que les estamos enseñando con ello es que no hay segundas oportunidades y que el rencor es el camino para solucionar un problema. El médico y filosofo David R. Hawkins nos recuerda que «cuando renunciamos o apartamos un sentimiento, nos estamos liberando de todos los pensamientos asociados».

Sin embargo también hay vivencias que nos hacen felices y poder recordarlas nos ensancha el corazón. El problema viene cuando añoramos tanto lo que fueron nuestros hijos, que no vemos y disfrutamos lo que son ahora. No olvidemos que el recuerdo siempre endulza la realidad. Seguro que cuando eran pequeños en algún momento dejamos caer una perla tipo «a ver cuando crecen y se van de casa» o «no puedo más, si no se duerme le doy un valium», pero ahora ya no recordamos todo esto. Debemos dejarles espacio para que crezcan. En el fondo añoramos que no sean pequeños porqué nos cuesta reconocerlos; no responden a nuestras expectativas, ni hacen lo que les pedimos sin cuestionarnos. Y ellas y ellos saben que queremos más a ese pequeño y les duele, aunque no nos lo digan.

Hay emociones que hacen daño que vienen provocadas por pensamientos en bucle que no sabemos parar. Básicamente, como madres y padres, por dos razones:

  • Nos sentimos culpables tanto per lo que hemos hecho a nuestros hijos, como por lo que no hemos llegado a hacer. Es imposible saber cómo se habría resuelto la situación sin nuestra actuación, pero así y todo, volvemos una y otra vez a rememorarla. Disculpad el símil, pero parecemos cerditos disfrutando de barro sucio. Y mientras tanto nos desviamos del camino que puede liberarnos. Centrarnos en imaginar soluciones para resolverla si vuelve a pasar.
  • Tenemos miedo al futuro. A que se traumaticen porque un día les gritamos, a que no encuentren trabajo porqué sus notas son un desastre, a que se les funda el cerebro en un ataque de pantallas… Todas estas situaciones ¡aún no existen! Si no las queremos, ¿Por qué dedicamos ni un segundo de nuestra vida a proyectarlas? Invirtamos mejor el tiempo en imaginar lo que SÍ queremos.

¿Cómo dejar ir? Tomando conciencia de lo que arrastramos. No podemos adelgazar si no sabemos cuánto pesamos y a partir de aquí, decidir cuántos kilos queremos quitarnos de encima. ¿Sabéis las aplicaciones de los móviles para limpiarlos de vez en cuando? Pues tenemos que hacer lo mismo para que debajo de la alfombra no quede porquería. Qué, ¿nos animamos a abrir la aplicación?:

  1. Lo que sentimos, pasémoslo por la cabeza para hacerlo tangible. Empezamos dibujando tres columnas. En la primera escribimos la lista de saquitos de arena que queremos tirar (el tono de voz nervioso, estar permanentemente enfadada, ver únicamente lo que no funciona…). No hace falta hacer un listado eterno, sino concreto y realista y sobre todo priorizar.
  2. En la segunda, al lado de cada saquito, escribimos cuál sería la situación/emoción por la que la cambiaríamos (un tono de voz agradable, un estado más alegre y relajado, ver todo lo que sí funciona gracias a mí y a los otros…)
  3. Y en la tercera pasaremos a la acción, al cómo lo haremos. Deben ser pequeñas acciones, que igual que un videojuego, podemos ir cambiando a medida que vamos mejorando (porqué lo haremos, no tengáis ninguna duda) y sentirnos orgullosas de pasar de pantalla (siguiendo el ejemplo anterior: pedir ayuda a mis hijos si ven que subo el tono, averiguar qué es lo que me hace enfadar (no quién) y poder cambiarlo…).

Escribir nos permite parar, reflexionar y ordenar las emociones. El hecho de elaborar un listado de acciones (que puede ser tan concreto como queramos) nos facilitará reconocer si estamos avanzando y poder corregir lo qué no funciona. Es cómo tener un mapa de vida cotidiana que nos indica la ruta. Hay que dejar ir tanto peso como podamos no sólo por nosotros, sino también por nuestras criaturas. Aprenderán que las emociones que nos dañan son piedras en los bolsillos y que sólo ellos y ellas tienen la llave para dejarlas en el camino. Sé que no es fácil, pero os puedo garantizar que es inmensamente liberador.

Quería confesaros que ésta ha sido una de las entradas que más he tardado en escribir. La razón es que me ha evidenciado todo lo que aún me queda por dejar ir. Gracias a todas las persones que estáis en el otro lado, por darme la oportunidad de reconocer mis propios saquitos y poder vaciarlos.

Foto gentileza de Karim Manjra en Unsplash